Mis queridos hermanos y hermanas, hago extensivos mi amor y saludos a cada uno de ustedes y ruego que nuestro Padre Celestial guíe mis pensamientos e inspire mis palabras al hablarles hoy.
Permítanme comenzar haciendo un comentario o dos con respecto a los buenos mensajes que hemos escuchado esta mañana de la hermana Allred, del obispo Burton y de otras personas en cuanto al programa de bienestar de la Iglesia. Como se ha indicado, este año marca el aniversario número 75 de este inspirado programa que ha bendecido la vida de tantas personas. Tuve el privilegio de conocer personalmente a algunos de los que iniciaron esta gran labor, hombres de compasión y visión.
Como lo mencionaron el obispo Burton, la hermana Allred y otras personas, el obispo del barrio tiene la responsabilidad de cuidar a los necesitados que residen dentro de los límites de su barrio. Tal fue mi privilegio cuando era un joven obispo que presidía un barrio de Salt Lake City de 1080 miembros, entre ellos, 84 viudas. Había muchos que necesitaban ayuda. Cuán agradecido estaba por el programa de bienestar de la Iglesia y por la ayuda de la Sociedad de Socorro y de los quórumes del sacerdocio.
Declaro que el programa de bienestar de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es inspirado por el Dios Todopoderoso.
Ahora bien, mis hermanos y hermanas, esta conferencia marca tres años desde que se me sostuvo como Presidente de la Iglesia. Desde luego han sido años ocupados, llenos de muchos desafíos, pero también de incontables bendiciones. La oportunidad que he tenido de dedicar y rededicar templos se halla entre las bendiciones más sagradas y que más he gozado, y es sobre el templo que deseo hablarles hoy.
Durante la conferencia general de octubre de 1902, el Presidente de la Iglesia, Joseph F. Smith, expresó en su discurso de apertura su esperanza de que algún día tuviésemos “templos construidos en diferentes partes del [mundo] donde sean necesarios para la conveniencia de la gente”1.
Durante los primeros 150 años que siguieron a la organización de la Iglesia, desde 1830 a 1980, se construyeron 21 templos, entre ellos los de Kirtland, Ohio, y Nauvoo, Illinois. Comparen eso con los 30 años que siguieron desde 1980, durante los que se construyeron y dedicaron 115 templos. Con el anuncio de ayer de tres templos nuevos, hay además 26 templos en construcción o en la etapa previa a la construcción; y esos números seguirán creciendo.
La meta que el presidente Joseph F. Smith esperaba en 1902 se está convirtiendo en realidad. Nuestro deseo es que los miembros tengan un templo lo más accesible que sea posible.
Uno de los templos que actualmente está en construcción es el de Manaus, Brasil. Hace muchos años leí que un grupo de más de cien miembros partieron de Manaus, ubicada en el corazón de la selva amazónica, para viajar a lo que entonces era el templo más cercano, que estaba en Sao Paulo, Brasil; a unos 4.000 kilómetros de Manaus. Esos santos fieles viajaron cuatro días y cuatro noches en bote por el río Amazonas y sus ríos tributarios. Después del viaje por agua, anduvieron en autobuses por otros tres días, viajando por caminos llenos de baches, con muy poco para comer y sin un lugar cómodo para dormir. Después de siete días completos llegaron al Templo de Sao Paulo, donde se efectuaron ordenanzas de naturaleza eterna. Por supuesto, su viaje de regreso fue igual de difícil; sin embargo, habían recibido las ordenanzas y las bendiciones del templo y, aunque sus monederos habían quedado vacíos, ellos estaban llenos del espíritu del templo y de gratitud por las bendiciones que habían recibido2. Ahora, muchos años más tarde, nuestros miembros de Manaus se regocijan al ver su propio templo tomar forma a orillas del río Negro. Los templos traen gozo a los miembros fieles dondequiera que se construyan.
Los informes de los sacrificios que se hacen para recibir las bendiciones del templo de Dios no dejan de conmover mi corazón y de renovar mis sentimientos de agradecimiento por los templos.
Me gustaría compartir con ustedes el relato de Tihi y Tararaina Mou Tham y de sus diez hijos. Con excepción de una hija, toda la familia se unió a la Iglesia a principios de la década de 1960 cuando los misioneros llegaron a la isla donde vivían, que está a unos 160 kilómetros al sur de Tahití. Pronto comenzaron a anhelar las bendiciones del sellamiento de una familia eterna en el templo.
En ese entonces, el templo más cercano para la familia Mou Tham era el Templo de Hamilton, Nueva Zelanda, a unos 4.000 kilómetros hacia el sudoeste, sólo accesible por avión, lo cual era muy caro. La numerosa familia de los Mou Tham, que sobrevivía con una escasa entrada proveniente de una pequeña plantación, no tenía dinero para el viaje ni tampoco había oportunidades de trabajo en esa isla del Pacífico. Así que, el hermano Mou Tham y su hijo Gérard tomaron la difícil decisión de viajar 4.800 kilómetros para trabajar en Nueva Caledonia, donde trabajaba otro de los hijos.
Los tres hombres de la familia Mou Tham trabajaron durante cuatro años. En ese período sólo el hermano Mou Tham volvió a casa una sola vez para el casamiento de un hija.
Después de cuatro años de trabajo agotador, el hermano Mou Tham y sus hijos habían ahorrado suficiente dinero para llevar a la familia al Templo de Nueva Zelanda. Todos los que eran miembros fueron, con excepción de una hija que estaba esperando un bebé. Se sellaron por el tiempo de esta vida y por la eternidad, una experiencia indescriptible y de gran gozo.
El hermano Mou Tham fue directamente del templo a Nueva Caledonia donde trabajó por dos años más para pagar el pasaje de la hija que no había estado en el templo con ellos: una hija casada, su esposo e hijo.
Años más tarde, el hermano y la hermana Mou Tham querían servir en el templo. Para entonces el Templo de Papeete, Tahití, ya se había construido y dedicado, y sirvieron en cuatro misiones allí3.
Mis hermanos y hermanas, los templos son más que piedra y cemento; están llenos de fe y de ayuno. Se construyen con pruebas y testimonios. Se santifican mediante el sacrificio y el servicio.
El primer templo que se construyó en esta dispensación fue el Templo de Kirtland, Ohio. Los santos de esa época eran pobres, aún así el Señor había mandado que se construyese un templo, así que lo construyeron. El élder Heber C. Kimball escribió de la experiencia: “Sólo el Señor conoce las escenas de pobreza, tribulación y aflicción por las que pasamos para lograr esa obra”4. Y entonces, después de lo que se había terminado con tanta dificultad, se obligó a los santos a dejar Ohio y su amado templo. Con el tiempo encontraron refugio —aunque solo sería temporario— a orillas del río Mississippi en el estado de Illinois. Llamaron al lugar Nauvoo y, dispuestos a dar todo lo que tenían otra vez y con su fe intacta, edificaron otro templo a su Dios. Las persecuciones aumentaron y, apenas terminado el Templo de Nauvoo, los expulsaron de sus hogares una vez más y tuvieron que buscar refugio en un desierto.
La lucha y el sacrificio comenzaron una vez más al trabajar por 40 años para construir el Templo de Salt Lake, que se erige majestuosamente en la manzana que está al sur de donde nos encontramos hoy en el Centro de Conferencias.
Cierto grado de sacrificio siempre ha estado asociado con la construcción de templos y con la asistencia al templo. Incontables son los que han trabajado y luchado a fin de obtener para ellos mismos y para sus familias las bendiciones que se encuentran en los templos de Dios.
¿Por qué hay tantos que están dispuestos a sacrificar tanto para recibir las bendiciones del templo? Aquellos que comprenden las bendiciones eternas que se reciben mediante el templo saben que ningún sacrificio es demasiado grande, ningún precio demasiado caro ni ningún esfuerzo demasiado difícil para recibir esas bendiciones. Nunca es demasiada la distancia que hay que viajar, demasiados obstáculos que sobrellevar ni demasiada incomodidad que soportar. Entienden que las ordenanzas salvadoras que se reciben en el templo y que nos permiten regresar algún día a nuestro Padre Celestial en una relación familiar eterna, y ser investidos con bendiciones y poder de lo alto, merecen todo sacrificio y todo esfuerzo.
Hoy en día, la mayoría de nosotros no tiene que pasar por grandes dificultades para ir al templo. El ochenta y cinco por ciento de los miembros de la Iglesia ahora viven dentro de los 320 kilómetros de distancia de un templo; y para gran cantidad de nosotros, la distancia es mucho menor.
Si han ido al templo para ustedes mismos y viven relativamente cerca de un templo, su sacrificio podría ser apartar un tiempo de sus ocupadas vidas para ir al templo con regularidad. Hay mucho por hacer en nuestros templos a favor de aquellos que esperan detrás del velo. Al hacer la obra por ellos, sabremos que habremos logrado lo que no pueden hacer por sí mismos. El Presidente de la Iglesia, Joseph F. Smith, en una poderosa declaración dijo: “Mediante nuestros esfuerzos en bien de ellos, las cadenas del cautiverio caerán de sus manos y se disiparán las tinieblas que los rodean, a fin de que brille sobre ellos la luz y en el mundo de los espíritus sepan acerca de la obra que sus hijos han hecho aquí por ellos, y se regocijen con ustedes por el cumplimiento de estos deberes”5. Mis hermanos y hermanas, nuestra es la responsabilidad de hacer la obra.
En mi propia familia, algunas de las experiencias más preciadas y sagradas han ocurrido cuando hemos ido juntos al templo para efectuar las ordenanzas selladoras por nuestros antepasados fallecidos.
Si todavía no han ido al templo, o si sí han ido pero actualmente no son dignos de tener una recomendación, no existe meta más importante para ustedes que la de esforzarse por ser dignos de ir al templo. El sacrificio de ustedes quizás sea poner su vida en orden con lo que se requiera para recibir una recomendación, tal vez al dejar hábitos de mucho tiempo que los descalifican; quizás sea tener la fe y disciplina para pagar los diezmos. Sea lo que sea, háganse merecedores de entrar en el templo de Dios. Obtengan la recomendación para el templo y luego considérenla una posesión preciada, porque lo es.
No es sino hasta que hayan entrado en la casa del Señor, y hayan recibido todas las bendiciones que les esperan allí, que ustedes habrán obtenido todo lo que la Iglesia tiene para ofrecerles. Las bendiciones supremas y de fundamental importancia del ser miembros de la Iglesia son las bendiciones que recibimos en los templos de Dios.
Ahora bien, mis jóvenes amigos adolescentes, siempre tengan el templo en la mira. No hagan nada que les impida entrar por sus puertas y participar de las bendiciones eternas y sagradas de allí. Felicito a los que ya van con regularidad a hacer bautismos por los muertos, que se levantan muy temprano por la mañana para efectuar los bautismos antes de asistir a la escuela. No puedo pensar en otro modo mejor para comenzar un día.
A los padres de niños pequeños, permítanme compartir un consejo sabio del presidente Spencer W. Kimball. Él dijo: “Sería algo muy bueno si… los padres tuvieran en cada cuarto de la casa un cuadro del templo para que [sus hijos], desde que [sean] bebés, puedan mirarlo todos los días [hasta] que llegue a ser parte de [su vida]. Cuando [ellos lleguen] a la edad en que [tengan que] tomar [la] decisión muy importante [en cuanto a ir al templo], la decisión ya se habrá tomado”6.
Nuestros niños de la Primaria cantan:
Les ruego que enseñen a sus hijos sobre la importancia del templo.
El mundo puede ser un lugar difícil y desafiante en el cual vivir. Con frecuencia estamos rodeados por lo que nos destruye. Cuando ustedes y yo vayamos a las santas casas de Dios, cuando recordemos los convenios que hemos hecho allí, seremos más capaces de soportar toda prueba y superar cada tentación. En ese sagrado santuario encontraremos paz, seremos renovados y fortalecidos.
Ahora, mis hermanos y hermanas, quisiera mencionar un templo más antes de terminar. En un futuro no muy lejano, al construirse nuevos templos alrededor del mundo, se erigirá uno en una ciudad que se construyó hace 2.500 años. Hablo del templo que se está construyendo en Roma, Italia.
Todo templo es una casa de Dios, cumple las mismas funciones y con exactamente las mismas bendiciones y ordenanzas. El Templo de Roma, Italia, en forma singular, se está edificando en uno de los lugares más históricos del mundo, una ciudad donde los antiguos Apóstoles Pedro y Pablo predicaron el evangelio de Cristo y donde ambos fueron martirizados.
El pasado octubre, cuando nos reunimos en un encantador sitio rural al noreste de Roma, tuve la oportunidad de ofrecer la oración dedicatoria al prepararnos para la palada inicial. Sentí la impresión de pedir al senador italiano Lucio Malan y al vicealcalde de Roma, Giuseppe Ciardi, que estuviesen entre los primeros en remover una palada de tierra. Ambos habían sido partícipes de la decisión de permitirnos construir un templo en su ciudad.
El día estaba nublado y cálido, y aunque la lluvia amenazaba, no cayeron más que una o dos gotas. Mientras el magnífico coro cantaba en italiano las hermosas estrofas de “El Espíritu de Dios”, uno podía sentir como si los cielos y la tierra se unieran en un glorioso himno de alabanza y gratitud al Dios Todopoderoso. No se pudo evitar derramar lágrimas.
En un día por venir, los fieles de esa, la Ciudad eterna, recibirán ordenanzas de naturaleza eterna en una santa casa de Dios.
Expreso mi eterna gratitud a mi Padre Celestial por el templo que ahora se está construyendo en Roma y por todos nuestros templos dondequiera que estén. Cada uno se erige como un faro para el mundo, una expresión de nuestro testimonio de que Dios, nuestro Padre Eterno vive, que Él desea bendecirnos a nosotros y, en verdad, bendecir a Sus hijos e hijas de todas las generaciones. Cada uno de nuestros templos es una expresión de nuestro testimonio de que la vida más allá del sepulcro es tan real y cierta como nuestra vida aquí en la tierra. De eso testifico.
Mis queridos hermanos y hermanas, que hagamos cualquier sacrificio que sea necesario para asistir al templo y tener el espíritu del templo en nuestros corazones y en nuestros hogares. Que sigamos los pasos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, quien hizo el sacrificio más grande por nosotros, para que tengamos vida eterna y exaltación en el reino de nuestro Padre Celestial. Ésta es mi sincera oración y la ofrezco en el nombre de nuestro Salvador Jesucristo, el Señor. Amén